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Doris Lessing, en defensa de la cultura literaria

11/10/2007

Al conocer la noticia de que la novelista Doris Lessing ha recibido el premio Nobel de Literatura, recordé el discurso que pronunció al recibir el premio Príncipe de Asturias de las letras en 2001. Releyéndolo he encontrado que hace referencia a una de las historias que más me gustaron de las muchas que contiene Una historia de la lectura, de Alberto Manguel, la de los obreros cubanos que escuchaban la lectura de El Conde de Montecristo mientras trabajaban y les gustó tanto que pidieron permiso al autor, Alejandro Dumas, para dar el nombre de Montecristo a un tipo de puros habanos. Dejo aquí un fragmento del discurso, pero recomiendo que lo leáis entero en la página de la Fundación Príncipe de Asturias, es breve y sencillo, pero certero; además, su final es esperanzadamente optimista, aunque caiga en el tópico, un poco manido, de la idealización de la convivencia de las tres culturas en España durante la Edad Media.

Hay un nuevo tipo de persona culta, que pasa por el colegio y la universidad durante veinte, veinticinco años, que sabe todo sobre una materia -la informática, el derecho, la economía, la política- pero que no sabe nada de otras cosas, nada de literatura, arte, historia, y quizá se le oiga preguntar: «Pero, entonces, ¿qué fue el Renacimiento?» o «¿Qué fue la Revolución Francesa?»[…]

Durante siglos se respetaron y se apreciaron la lectura, los libros, la cultura literaria. La lectura era -y sigue siendo en lo que llamamos el Tercer Mundo-, una especie de educación paralela, que todo el mundo poseía o aspiraba a poseer. Les leían a las monjas y monjes en sus conventos y monasterios, a los aristócratas durante la comida, a las mujeres en los telares o mientras hacían costura, y la gente humilde, aunque sólo dispusiera de una Biblia, respetaba a los que leían. En Gran Bretaña, hasta hace poco, los sindicatos y movimientos obreros luchaban por tener bibliotecas, y quizás el mejor ejemplo del omnipresente amor a la lectura es el de los trabajadores de las fábricas de tabaco y cigarros de Cuba, cuyos sindicatos exigían que se leyera a los trabajadores mientras realizaban su labor. Los mismos trabajadores escogían los textos, e incluían la política y la historia, las novelas y la poesía. Uno de sus libros favoritos era El Conde de Montecristo. Un grupo de trabajadores escribió a Dumas pidiendo permiso para emplear el nombre de su héroe en uno de los cigarros.[…]

Quedan parcelas de la excelencia de antaño en alguna universidad, alguna escuela, en el aula de algún profesor anticuado enamorado de los libros, quizás en algún periódico o revista. Pero ha desaparecido la cultura que una vez unió a Europa y sus vástagos de Ultramar.

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